27 de enero de 2016

ZUSAMMENFASSUNG

Los pocos buenos amigos que hizo en Berlín más de una vez le habremos escuchado decir que jamás volvería. Volvió. Volvió en mayo de 2016. Veintisiete años después. Ni pisó Buenos Aires. Se fue directo a Córdoba y ahí se quedó, Lost in Traslasierra, pone en una carta. Hubo un tiempo en que fuimos compadres, culo y uña, como él decía, sobretodo en los años de la Diáspora y la Troika Troska —el trío que tuvimos con Umauri—; antes de irse a Tunes. Tanto que jodía con los ciclos de siete, fueron exactamente siete los años que pasó allá, literalmente enterrado, desenterrando tumbas, en esos arenales. Se terminó casando con Odilie, la francesita que habíamos conocido juntos en el Rixdorf. De Odilie aprendí todo lo que sé del oficio, dice en otra carta, se refiere al oficio que lo devolvió a Argentina. No sorprendió a nadie que dejara Berlín para irse a Tunes, se hubiese ido a cualquier parte con tal de dejar esto. Se estaba hundiendo feo, se estaba volviendo loco de tristeza en Berlín —vaya hazaña— y se fue detrás de la pibita. Tampoco es que fuera tan joven, lo parecía. Odilie es una de esas mujeres que fraguan en muchacha para siempre. Y fíjate cómo son las cosas, al final fue ella la que piró pocos años después, en Tunes. Resultó que el viejo chiste de oír visiones no era joda. La pequeña Odilie fue oyendo visiones hasta quedar colifa del todo, como está ahora, internada en un hospicio de las afueras de Lyon. Fueron años felices, según él, no te creas, me escribe. Sobretodo los primeros, los años de Cartago. Las complicaciones empezaron en Bizerte. No te quiero aburrir con los detalles, dice y llena carillas de escabrosos detalles. Sus cartas son así, siguen siendo así, puro detalle. Lo que soy ahora se lo debo a ella. No solo laboralmente, no me enseñó solamente antropología arqueológica, me enseñó a pensar. Tras un breve paso por Estambul regresó a Berlín. Esta vez Berlín se redujo a dos o tres personas. Heiko y yo. Estaba raro, como si no lo hubiesen desenterrado del todo. Se quedó en el cuarto del fondo del Murr, el local de Heiko, mientras se buscaba la vida de cualquier cosa, es decir, siguiendo mi consejo, se anotó en el Social. Al menos tengo un plan, decía. Pero la democracia cristiana no tuvo que invertir demasiado en la sinecura. Las penurias económicas de toda una vida se acabaron de golpe, a principios del año siguiente, cuando muere la suegra francesa —que lo odiaba a muerte— y el Gato la hereda. Ni bien llegó la guita se compró un depto tremendo la Rykestraße, a metros del Wasserturm. Un ático de cuatro ambientes con altillo y balcón terraza, dos baños, un chiche. Por H o por B no llegó nunca a mudarse. El tiempo pasaba y se iba quedando en el Murr, en la trastienda, un cuartito de dos por tres lleno de porquerías; posponiendo la mudanza con excusas sonsas. Casi todos los días se daba una vuelta por el palacete. Más de una vez lo acompañé. Iba y lo recorría, se quedaba un rato. Pero cuando estaba ahí no podía accionar, no preparaba ni un mate para no tener que ver una pava, para no tener que ver un objeto cualquiera violando la horizontal. Le molestaba cualquier elemento que interrumpiera el maravilloso vacío de su casa nueva. El humo incluido. No te dejaba ni encender un cigarro. Había una presencia en ese vacío que lo fascinaba. Era como un museo, un museo sacro de la oquedad. Un día, por ejemplo, aprovechando el coche de Heiko llevamos una cajas con libros y se apuró a esconderlas en una especie de despensa que hay debajo de la escalera que va al altillo. Vivía como un monje o un linyera en la trastienda del cambalache de Heiko, un tugurio atestado de objetos. Leía. Paseaba. Había dejado el alcohol. Comía arroz integral y frutos secos. Cada dos o tres meses volaba a Lyon, pasaba unas horas con Odilie que posiblemente ni se enteraba y al toque estaba de vuelta. En uno de estos viajes, en la espera de Orly, se cruzó a Eduardo Prchal, un antropólogo chileno que conocía de Bizerte. Bueno, qué te cuento que a las pocas semanas se estaba embarcando, literalmente, en el proyecto Ongamira, en Translasierra: un grupo de excavaciones que desde hace varios años labura sobre las etnias anteriores a los Comechingones. Así es como volvió a Argentina después de casi treinta años de ausencia. Gambetió Buenos Aires en Ezeiza y siguió. En el aeropuerto de Córdoba lo esperaba una camioneta asignada al proyecto que lo llevó a Mina Clavero. A las afueras de la ciudad, en dirección a las Altas Cumbres, en una especie de posada alternativa estaba instalado el equipo dedicado a las excavaciones de Pampa de Achala y Quebrada del Condorito.
Tuvo apenas unas horas para aclimatarse y recorrer la ciudad. Al otro día empezó a trabajar en Achala. Se adaptó enseguida. Revivió, según sus palabras, me había olvidado cómo era el sol. Clavero le cayó bien de entrada, se sentía lleno de energía, como si en pocos días hubiera perdido diez años. Le gustaba tanto el trabajo como sus compañeros. Al mes siguiente se reencontró con Perschal y las malas noticias. Desde el cambio de gobierno, en la provincia las cosas se habían ido dando vuelta mal. El Ongamira venía zafando de milagro desde hacía meses. Pero ahora el presupuesto del programa se acababa de reducir en un 40% —que era una forma gradual de mandar el proyecto al muere— muchos iban a tener que irse. Empezando por él que, además de ser nuevo, no tenía papeles académicos. Al Gato no le afectaba el tema financiero pero quedarse y trabajar gratis no le pareció ético. La otra opción era volverse. Decidió dejar todo en suspenso. Como quien arroja la moneda y la deja en el aire girando. Continuidad o espiante. Ya va a caer. Alquiló una casita y un auto adecuado al terreno y decidió que algunos días sí y otros no iría a los yacimientos o se dedicaría a recorrer Traslasierra hasta que cayera la moneda. Con el correr de las horas la sensación de bienestar que le provocaban clima y paisaje no hizo más que acentuarse. Decididamente la región tenía un atmósfera que lo beneficiaba. Cada paseo era más largo que el anterior. Empezó a regresar cada vez menos a Clavero. Un par de semanas después tenía tan bien equipado el auto que entregó la casa y soltó el ancla. Así anduvo gitaneando un tiempo hasta que se alquiló un cuarto en una pensión de Villa Dolores y se dedicó a buscar otros yacimientos arqueológicos y a recabar cualquier rastro, físico o bibliográfico, acerca de la etnia hênia-kamiare. En Yacanto un muchacho le mostró unas puntas de flecha que decía haber encontrado cerca del arroyo Luyaba, a unos 40 km. hacia el sur. Era la muesca típica de las armas kamiare. Le dijo que casi nadie había buscado por ahí y que según su abuelo en el valle había un cementerio prehispano inexplorado. Al otro día fue. Pasó toda esa semana en la zona. Más allá del hallazgo de unas puntas y un pedernal de dudoso origen la aventura no fue muy fructuosa. No había rastros de tumbas ni de asentamientos importantes. Una tarde estaba excavando a unos metros del río cuando se topó a unos tipos muy raros. Eran tres, estaban vestidos como soldados de la guerra de la independencia; por el rojo de sus trajes, cruzados por doble bandolera blanca, parecían realistas. Pero lo más bizarro no era el anacronismo de la ropa, había otra cosa que el Gato no terminaba de entender. La torpeza, pensó, podría ser la torpeza de la acción que realizaban. Parecían atar unos palos. No lo podía corroborar, estaban lejos, a la vera del río. ¡Pero si el río no estaba sino a unos metros! El Gato se quedó como paralizado, mirando, tratando de oír, mejor dicho tratando de entender, porque los oía. Entonces estuvo seguro de dos cosas: uno) que hablaban en verso, con voces y palabras agudas y, dos) que estaban a menos de cinco metros. Demoró minutos en darse cuenta. ¡Eran soldaditos! Criaturas de menos de veinte centímetros de altura. Al parecer trataban de hacerse una balsa con unos palitos que habían juntado. ¿Querrían cruzar el arroyo que para ellos era seguramente un ancho y bravo río? No parecían preocupados por el gigante que los observaba. Ni lo miraban. No paraban de hablar. El Gato no se animaba a moverse. Descubrió que no había entre ellos diálogo alguno. Uno de los tres decía un texto rimado y los otros dos repetían el último verso —que coincidía con el primero— varias veces, como un mantra cantado. Se iban alternando. Uno decía: en el dulce Lambaré / feliz era en mi cabaña / vino la guerra y su saña / no ha dejado nada en pié… Y los otros dos repetían cantando a dos voces: en el dulce Lambaré / en el dulce Lambaré / en el dulce Lambaré.
El Gato quiso entablar un diálogo pero no sabía bien qué decir. Se decidió por una trivialidad. 
—Perdón, soldados —les dijo—  ando medio perdido; Luyaba… ¿ustedes saben para dónde queda?
—Lo mataron los cambá —contestó uno de ellos mirándolo muy serio— no pudiéndolo rendir / él fue el último en salir / de Curuzú y Humaitá— y el coro subrayó a dos voces: Lo mataron los cambá… Lo mataron los cambá…
El Gato esperó que las voces terminaran el estribillo.
—Miren muchachos, si lo que quieren es cruzar el arroyo yo los puedo ayudar… 
La respuesta no se hizo esperar. Esta vez el orador era otro. Se apoyó en el palo que tenía en la mano, levantó la cabeza y lo miró fijo:
—Llora llora urutaú / en las ramas del yatay / ya no existe el Paraguay / donde nací como tú—. Y detrás, inmediatas, las otras dos voces repitieron varias veces: Llora, llora urutaú…Esta situación se repitió varias veces. En algún momento llegaron dos soldados más que se unieron a la tarea de ensamblar una balsa; se comportaron de la misma manera. El Gato, cada vez que una cuarteta terminaba, volvía a decirles alguna tontería, daba igual, los paraguayitos reaccionaron siempre de la misma forma. En un momento volvió a escuchar el verso del lambaré por lo que llegó a la conclusión de que el repertorio de los soldados era limitado. Pasado un rato los dejo hacer; decidió encaminarse en la dirección por donde había visto venir a los últimos dos. Al fondo de un bosquecito de tabaquillos encontró un caserío de adobe y piedra detrás del cual se levantaban tres enormes galpones de zinc. Quiso averiguar de qué se trataba pero nadie contestó a su llamada. El lugar no parecía abandonado. De hecho en dos oportunidades le pareció percibir movimiento. Regresó al pueblo y preguntó; le dijeron que esos galpones fantasma estaban ahí desde hacía añares, desde la época en que trataron de crear un cordón industrial y para atraer inversiones el gobierno de la provincia había ofrecido beneficios impositivos a las empresas que se instalaran en el valle. Algunas marcas llegaron pero construían galpones enormes en donde jamás se registraba actividad alguna. Artimaña para poder cobrar regalías, esos galpones cumplían una función puramente decorativa. Durmió en Luyaba y al otro día volvió. Tocó bocina, aplaudió, gritó… pero nada. Se quedó vigilando con binoculares. No podía creer que nadie le respondiese, podía ver el movimiento; gente que entraba y salía de las casas y de los galpones. Decidió trepar las alambradas. Agazapado, escondiéndose detrás de los arbustos se fue acercando. En la casa vieja encontró un orden y una asepsia ejemplares. No había nadie. En la cocina, tan limpia como desprovista, buscó un vaso y al intentar llenarlo comprobó que no funcionaba el agua corriente. Manoteó una manzana del frutero, era de utilería. Salió del rancho y se dirigió al fondo, hacia los galpones. En el potrero que separaba los galpones encontró, por fin, algunos hombres. La actividad era febril. Pasó más de media hora oculto detrás de unos viejos barriles de gasoil y un buen rato escondido detrás de un membrillo cercano a la entrada de uno de los galpones. No acababa de entender qué era lo que hacían. Por momentos parecían descargar cosas de una especie de acoplado pero entonces cierto despliegue de herramientas lo convencía de que en realidad construían algo, seguramente otro rancho... o no serían más bien palas esas pértigas que parecían hundir en la tierra como si cavaran un pozo para el agua. Volvió a ayudarse con los binoculares como si éstos, prácticamente inútiles a esa distancia, pudieran aclarar una situación menos enigmática que extravagante. Sintió un leve mareo. No había comido nada en todo el día. Entendió que la debilidad que sentía era incertidumbre, incluso miedo, ante lo que estaba presenciando. No eran hombres, quiero decir, no eran humanos esos seres industriosos que se afanaban por levantar vaya a saber qué cosa a escasos metros del Gato. Cuando abandonó el membrillo para intentar colarse se dio cuenta de que era inútil esconderse. Nadie le daba ni cinco de pelota. De ahí en más se movió de acá para allá como invisible entre los diferentes grupos de... pensó en los soldaditos ¿Eran muñecos? En uno de los tres galpones —el más cercano al rancho— presenció una extraña ceremonia. Eran una veintena de fieles. Le llevó tiempo comprender que era un ensayo. Para entonces había empezado a acostumbrarse a no ser visto. Los seres eran similares a los trabajadores del patio, aunque más heterogéneos. Semejaban un rejunte de marionetas de diferentes colecciones. El ensayo, o lo que fuera que los ocupara, parecía interminable. Se interrumpió brevemente cuando una mujer de largo cabello negro y rostro pálido entró al plató. El Gato entendió rápidamente que se trataba de una especie de directora, al menos ese era el rol que cumplía en ese momento; daba indicaciones y a veces interrumpía la acción, rebobinaba e instaba a repetir algún pasaje. Fue ella la primera que lo registró. En algún momento lo miró, sin dirigirle la palabra ni asombrarse de que estuviera ahí. Por el portón abierto del fondo el Gato vio que anochecía; vio clarear después el día. En algún momento se quedó dormido. La mujer lo despertó para pedirle que se corriera, que buscara otro sitio —Disculpe pero necesitamos el espacio para la escena del derrumbe, le dijo. Se fue a sentar unos cuantos metros más allá, encima de una tablas muy bien amontonadas. Había unos cuantos cueros de cordero y los apiló para seguir durmiendo. Desde su nuevo puesto gritó preguntando si estaba bien ahí pero no recibió respuesta. Cuando se despertó el galpón estaba completamente a oscuras. Se oían, sin embargo, las voces, las mismas. No veía casi nada, apenas un vago resplandor entraba por la abertura del portón. El ensayo interminable seguía, a ciegas. Encendió un cigarrillo. No llegó a dar la segunda pitada. No se puede fumar acá, señor, hay materiales altamente inflamables, le dijo una voz vagamente electrónica. Lo apagó inmediatamente. Estaba tan oscuro que se sintió vigilado. Escuchó un “sigan ustedes solos por ahora”. La voz provenía de algún lugar muy cercano a él. Encendió la linterna que llevaba en el morral. La pálida mujer lo estaba observando. El rostro era tan singular que no percibió ninguna irregularidad sino hasta mucho más tarde; recién después de charlar con ella un largo rato reparó en su  tamaño. Aunque mucho más grande que los paraguayitos, era una miniatura. Debería medir como mucho un metro de altura. Trató de que su asombro no se le notase. Miró para otro lado y a pesar de la oscuridad que lo rodeaba notó que había más gente. No se animaba a apuntar con el foco. Lo mantenía hacia abajo, con el haz de luz golpeando de chanfle el piso de cemento. Se puso a jugar con la linterna, nervioso, con la intención de ver mejor a su alrededor. La silueta que percibió en el fondo le despertó un recuerdo. En ese momento la mujer le estaba preguntando algo pero el Gato, impresionado por el personaje que acababa de descubrir, no conseguía reaccionar. Estaba tratando de recuperar un recuerdo que parecía pegoteado en el fondo de la lata oxidada de su cabeza. Acostumbrado a olvidarlo todo había olvidado los temibles robots del Titicaca, los robots chinos que habían atacado a René, a Benicia, a los niños y a él mismo hacía ya tantos años en la isla flotante, cerca de Copacabana. Se acordó del Dragoñante, el monstruo de baquelita blanca que le había arrancado limpiamente un ojo y se lo había vuelto a implantar en menos de un minuto; se acordó del dolor preciso de ese preciso minuto y del dolor menos agudo pero mucho más duradero, el de haber empezado a perder para siempre su paraíso de totora gracias a esas bestias cibernéticas; se acordó de una frase de Benicia, dicha siempre en aymará y traducida parta él al segundo: Todos nosotros somos en algún sentido un viaje parecido: una añoranza del origen del habla y un esfuerzo por permanecer cerca, lo más cerca posible, de la escena vacía del ser.
Él, que nunca se acuerda de nada, acababa de recuperar en un instante una de sus vidas, quizá la más importante, acaecida más de veinticinco años atrás.
—Esos… empezó a decir— Ese… robot blanco del fondo… Es un hijo de puta…
—No… Es un Yogún. No se preocupe. Es un trasto sin verbo.
El verbo. Estaba tan acostumbrado a inventar recuerdos que lo poco real que le había tocado vivir se le había borrado. Había olvidado por completo la cápsula negra que René capturara del robot asesino al servicio del SICh. El Gato había recibido esa cápsula, una especie de supositorio negro, que según René-San era el “verbo”, la proteína que animaba a esos muñecos homicidas. Ahora, frente a ese rostro increíble, ante la pequeña mujer de piel craquelé, le vino a la memoria todo, también aquello.
—Mire, señorita…
Bruna.
—Señorita Bruna… Una vez, hace años, hace muchos muchos años luché… luchamos, mejor dicho, mis amigos y yo, contra un ejército de autómatas blancos; eran iguales a ése, eran… Eran robots ultraviolentos chinos.
—No, no eran chinos. Eran de acá, eran del Nandí.
—No puede ser, eran chinos. ¡Trabajaban para el SiCh! 
—Deja que vuelva el río…
—Tenían una cápsula negra, una grajea que les daba vida…
—El verbo. Cada uno de nosotros tiene uno.
El Gato, en medio de la penumbra violada por haz de luz de su linterna, sintió el peso insoportable de las palabras. No entendía todavía lo que estaba pasando pero algo en él percibió en ese momento el calibre y la sombra de la gravedad de lo que la mujer decía. Se sintió inmensamente viejo y cansado. Confusamente empezó a contarle a Bruna sus retazos de escenas de aquellos días, tan confusamente como le llegaba del altiplano del recuerdo: aquellos días. 
A la edad en que legalmente se alcanza la mayoría de edad el Gato perdió la memoria y jamás la recobró. Los pormenores del accidente ya fueron relatados en entradas antiguas del Sainete pero vamos a reiterarlos, para que la delicada relojería del conjunto no sufra y la viable indulgencia llegue a tiempo como un tren finlandés. La memoria real del Gato empieza a los 21 cuando despierta en estado de amnesia en los brazos de un desconocido llamado René, René-San Belén, futuro amigo y maestro. Todo lo que guarda de lo ocurrido hasta entonces, los recuerdos que van de su nacimiento en Buenos Aires hasta el día en que lo cagan a trompadas en una esquina de Copacabana, Bolivia, a pocos metros de la orilla del Titicaca, se han ido para siempre al garete gracias a una carambola de golpes. Sin embargo serán reconstruidos con paciente pericia por una chamana aymara llamada Benicia, la compañera de René. Ella le irá develando lentamente su memoria perdida, en los siguientes mil días —los tres años que vivieron juntos— a través de la lectura de las hojas de coca
Una sola vez en toda su vida volvió a Buenos Aires para comprobar que no era del todo cierta —aunque tampoco falsa del todo— la data de ese oráculo. Hace poco hemos publicado Diskrepanz, esa entrada es, entre otros cosas, una versión más de ese viaje. El Gato, con los años, después de darle millones de vueltas al asunto, terminó pensando que de verdad Benicia, madre de multitudes, descifró su memoria perdida; cada umbral, cada ventanita de su infancia, lo vio todo de posta; vio y leyó cada una de las páginas de su vida… pero al verbalizar lo visto se produjo el típico ajuste de toda traducción, la escritura de lo visto que implica reinterpretación, sujeta a exégesis inconscientes y a traslaciones, de ahí que algunas cosas no coincidieran completamente (recuerde el alma dormida: la casa de sus viejos resultó ser el laburo de su hermana; el tambo de su abuelo, un bar de malandras, etc). 
—René me dio uno de esas cápsulas, un verbo de esos que usted dice, para que oyera todo… Todo lo que dijera adentro. Quería que yo transcribiera cada palabra… Dijo que era importante. De vital importancia, dijo.
—No sé. Hacía tanto frío en el Licancabur… Estábamos muriéndonos, señora… 
—Entiendo.
—No, no entiende, lo perdí. Perdí el verbo.
—No se preocupe. Son todos más o menos igual. Le puedo alcanzar uno un día si le ayuda. Pero no creo. El verbo es una voz, un monólogo apenas, y a pesar de que cambia de registro, de color, de sexo, es siempre la misma voz, la voz del hacedor, la voz del Nandí… La voz del Viejo.
—Que según usted… mueve cosas.
—Mueve al Nandí. 
—Todo esto…
—El verbo es la fuente de energía que descubrió el Viejo. El verbo, la energía poderosa del verbo, nace del cortocircuito entre la palabra y el sentido, de la excitación en las moléculas del lenguaje. De ese dos nace el tres y voilá, zhè wei tao. Bueno, todo esto… Nace más o menos esto.
—Los soldados…Los paraguayitos no pueden mantener un diálogo.
—Ah, los Héroes… Los Héroes fueron hechos para otra cosa. Son sourvenirs. Los hicimos para regalar como escarapelas a los participantes de un encuentro del Teatro de Objetos. 
—Están queriendo cruzar el arroyo…
—Es un misterio cómo se han ido multiplicando. Pero se van, se van todo el tiempo. Están como locos con el río, viven cruzando el río. Viven yéndose los pobres.
—Pero vos sí.
—¿Yo sí qué?
—Vos conversás de lo lindo…
—Eso parece. En los últimos días apenas existía. Sólo a veces acordaba y me reconocía y entonces algo, algo, un latido imperceptible —el parpadeo de las cosas— me daba un respiro que parecía el último; como un caserón viejo que sólo tuviera una ventana a la avenida.
—Ah… Pero entonces, si no te entiendo mal, esto mismo que acabás de decir también lo dijo él, me lo está diciendo él.
—No lo sé, no creo. Somos, en parte, repetidores del sistema de citas. Todos nosotros. Repetimos un número más o menos numeroso. Los héroes tienen sólo un poema. Otros tenemos mejores bibliotecas.


   


Anticipo de una posible próxima entrada:
a) Marionetas en loop o autómatas engualichados, los seres del Nandí existían dedicados a la acción constante —la acción ES el Teatro, solía citar Bruna, máquina inagotable de citas—. b) Si bien no es del todo admisible hablar de pensamiento no carecían de un algo similar al pensamiento, ese símil pensamiento vivía expresado tanto en los parlamentos de las obras como en la vida cotidiana. Evitaba toda afirmación conceptual —salvo aquellas usadas con fines dramáticos— el Pathos cono juego. c) El Gato fue descubriendo que el mundo de las ideas en el Nandí utilizaba las mismas reglas que regían, por ejemplo, para el montaje de una escenografía. Las ideas, las palabras que las expresan o contienen, los giros, los fraseos, los conceptos y sus alteraciones de acuerdo a cómo fueron puestos en escena, etc, no eran más que meros materiales, sustancias, colores, líneas, planos que podían o no usarse de uno u otro modo para la representación de una voluntad y daba en el fondo igual si se trataba de una obra o de la vida cotidiana. d) El Gato empezó a comprender que para la gente del Nandí no había diferencia alguna entre una y otra, ni entre el trabajo y el ocio. De hecho se trabajaba todo el tiempo, sin pausa, pero observada desde afuera —el único afuera posible es decir, el Gato— esa laboriosidad estaba impregnada, abonada, por el ocio. Por ejemplo, en uno de los primeros ensayos que presenció —se trataba de una obra que dirigía Bruna— registró lo siguiente: en un momento dado la acción era interrumpida por uno de los actores quien observaba a su compañero que si bien es factible salirse del libro, el parlamento que acaba de decir no sólo lo contradice sino que pone en riesgo la verosimilitud y la esencia del texto del drama. Bruna, con voz ronca y levemente seseosa, interrumpe y aclara que está bien, que puede que tenga razón, pero que en todo caso no podemos saberlo del todo: que permita a la sorpresa y la audacia del obrador del texto —el actor— seguir remontando el curso del discurso de su inspiración, que de última en este caso —y siempre!— nuestro asunto no es el texto sino el texto del texto. Lo crucial, lo verdaderamente importante es que no se vea el esfuerzo y si hay que emparchar, que no se vea la puntada. Lo que jamás querremos es el diorama, la mueca del empeño del ser imaginario por existir.

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