29 de diciembre de 2013

ADLON

El Hotel Adlon está sobre la Unter den Linden, a metros de la Puerta de Brandenburgo. El verdadero, el original, fue construido en 1907 y llegó a ser uno de los hoteles más prestigiosos de Europa. En los años de entreguerras fue el lugar preferido por magnates, políticos y estrellas del espectáculo. Su fama llegó a Hollywood: inspiró la película Grand Hotel, con Greta Garbo y John Barrymore. A partir de 1942 lo convirtieron en hospital militar. Sobrevivió a la mayoría de los ataques aéreos hasta la noche del 2 de mayo de 1945. Célebre ruina durante el socialismo, fue demolido en el 84. Después de la caída del muro lo hicieron de nuevo, un poco más pequeño y con menos garbo. Heiko entró a trabajar en el hotel poco después de la reinauguración. De portero. No era tan gordo todavía y sus casi dos metros de estatura lo convertían en el candidato perfecto para el puesto. La labor era sencilla y gracias a las generosas propinas podía vivir sin sobresaltos. Había casi terminado sus estudios de filología en la Humboldt y le sentó bien dedicarse a algo tan claro y simple como abrir puertas. El uniforme era horrible y obligatorio. Un disfraz de paje Luis XV rematado en peluca gris perla y bucles de lana sintética. Por entonces vivía en un WG, un departamento enorme compartido con otros cuatro inquilinos con los que apenas tenía contacto. Así que de día, de 7 a 15, se sentía menos solo en el disfraz de paje que más tarde en su cuarto o paseando sin rumbo en las horas libres, que para Heiko eran muertas. Se estaban terminando para siempre los anarcos `90 y la nueva Hauptstadt iniciaba una empecinada transformación que los berlineses nativos, del este o del oeste, soportaban a duras penas. Heiko había encontrado trabajo justo en el momento en que su ciudad empezaba a resultarle ajena. Le gustó de entrada su nuevo oficio. La verdad es que estaba encantado. Le producía una alegría enfermiza estarse como un granadero en la ostentosa entrada del hotel, congraciar a tantas eminencias -que debía recibir con mano enguantada en la puerta niquelada del vehículo y el gesto oficial de bienvenida, en perfecto equilibrio entre el entusiasmo y la displicencia. Había en aquella rutina al menos un roce, un remoto mezclar de alientos, hálitos de una cierta tibieza. Algunas pocas veces hasta un fugaz -aunque enguantado- apretón de manos. Así pasaron los primeros meses hasta que un día, sin que se diera cuenta, empezaron a operarse ciertos cambios en su vestuario. Al principio eran sutiles, tan poco visibles como involuntarios. Estaban evidentemente relacionados con la nacionalidad, la fe, la etnia o los gustos del cliente de turno. Eran gestos impersonales, llevados a cabo casi por los mismos objetos. La aparición de un detalle en el vestuario, un cambio de colores, un accesorio inesperado. ¿Guiños de condescendencia o simple cortesía? El origen de un fenómeno es a veces más difícil de comprender que el mecanismo mismo. Este no es el caso. En este caso la causa y el efecto parecían compartir el misterio y competir en extrañeza. ¿Se encontraba Heiko tan falto de afecto que había desarrollado una técnica inconsciente de mutación ornamental con el solo fin de agradar, de ser aceptado y reconocido? Cualquiera de los que le conocen darían por falsa o al menos por insuficiente esta aclaración.
Con el correr de los días la anomalía era cada vez más compleja y vistosa. Pocos meses después Heiko podía cambiar de aspecto instantáneamente. Lejos de traerle inconvenientes en su trabajo la extravagancia le dio cierto prestigio ante sus colegas y superiores. Adoptaba en cuestión de segundos cualquier figurín: el guardia suizo vaticano, el sacerdote cartaginés o el shogun en armadura de mica. Si bien al principio el asunto era completamente incontrolable, con el tiempo y la práctica logró domar el potro de la metamorfosis. Poco a poco todo el proceso estuvo en sus manos. Sólo que, empeñado en exhibir su ya probada maestría, se volvió un esnob y lo que hasta entonces era un acto de travestismo inocente se volvió pura tilinguería. Heiko fue puliendo su excentricidad, por así decirlo, en barroquismos cada vez más caprichosos. Los modelos le duraban cada vez menos y ya nada tenían que ver con la necesidad o la circunstancia. La insatisfacción lo fue ganando. De seguir en ese tren hubiera terminado perdiendo su empleo o licuándose a sí mismo en las secreciones insaciables de mil deseos abortados. Por suerte un día encarnó el astronauta. Y ahí se plantó. Era como si por fin hubiera descubierto su verdadero molde, como si en la confección de aquel prodigio se hubieran confabulado el sastre y el sepulturero. Embutido en su traje de astronauta se sintió pleno, íntegro, digno de su segunda piel. No es que se hubiera encontrado a sí mismo pero por lo menos había dado con un sosias, un sucedáneo del iluminado. Hubo algunas quejas pero finalmente sus jefes, hartos ya de la constante transformación y augurando con acierto que la osadía del nuevo disfraz atraería aun más a los turistas, lo aceptaron. Heiko les prometió anclarse en esa fantasía el tiempo que tuviera que seguir en el oficio.
El astronauta fue mejorando con el tiempo, afinando su gracia, e incluso adquiriendo cierta sofisticación: el plateado perlado tornasol del casco; las botas sanforizadas con suela antigravitatoria; los guantes imantados que se dirigían solos a los picaportes de los autos suntuarios...
De pronto parecía un hombre feliz parado entre las dos puertas de un mundo perfecto. Sin embargo era todo lo contrario. Sobretodo las horas que pasaba fuera de la escafandra. Eran terribles. Horas romas morosamente afiladas por una tonelada de dolor mudo. Heiko era un hombre aún joven, sensible, culto, casi un filólogo, y las penurias de aquellos tiempos le hacían replantearse no ya su propia vida sino la existencia misma del universo. Se preguntaba y se respondía sin solución de continuidad, sin solución alguna. A tal punto que preguntar o responder resultaban idénticos. ¿Es debido a su gratuidad que algunas almas le toman tanto apego a la desgracia? Llevado por la costumbre acumulativa de la pobreza de espíritu -siempre tan enamorada de la desdicha- o por la porfía resignada de la víctima, Heiko alcanzó un estado semejante al de la clarividencia del místico, del ayunador, del monje budista después de años de retiro y sazen. Sólo que el estado que alcanzan estos ascetas es de un desapego, de una inapetencia bañada, como suele decirse, por la bondadosa luz de la misericordia. En su caso era más bien la clarividencia agónica del sentenciado. En su caso la luz que tiznaba sin descanso su vigilia era una lamparita de veinticinco voltios de amargo desconsuelo; una tristeza tan profunda que a la noche, cuando el dolor alcanzaba su cenit, como suele suceder con la fiebre, le daban a veces ganas de morirse y otras de no ser, de no estar más, de no haber sido nunca.
Elucidar de qué fuente fluye una emanación ya corrompida por el juego inocente de la existencia es tan estéril como predecir adónde desagua. Sin embargo en algún lugar de su traje hermético algo le decía que todo ese padecimiento debía servirle para algo. Alguien le había dicho una vez, o lo había leído, que la más palmaria infelicidad es el gran acicate del verdadero artista. Esa perogrullada le vino entonces como anillo al dedo y se acomodó como piedra angular, digamos, en ese sitio oscuro -en ese hueco donde debía descansar la fe- el lugar común de la esperanza. Entonces lo supo: era un artista, no un santo. Le dio por empezar a escribir. Le pareció que la situación se lo pedía a gritos. Se agenció un libro de tapas duras forradas en cuero de nonato y cientos de páginas de color marfil primorosamente cosidas las unas a las otras. Parecía la Biblia personal del Papa. Lo vio en una tienda y a pesar del elevado precio lo compró, se dijo que era lo menos que su futura obra merecía. Pasaron los días y el libro seguía virgen. Ser un poeta no era tan fácil. Así que decidió anotar cualquier cosa, cualquier impresión, sin importar lo nimia que fuera. De aquella temporada quedaron dos o tres apuntes que asombran por su impericia y su cortedad, son glosas de una imbecilidad conmovedora. En los pocos momentos de descanso que la recepción de magnates le permitía se lo pasaba mirando hipnotizado la famosa cuadriga en lo alto del arco victorioso. Estaba convencido de que la mera visión del Triunfo Iluminado no sólo lo inspiraría sino que además lo elevaría por encima de la medianía: desde allí, desde esa posición que se esforzaba por creer haber conquistado, era fácil llegar a conclusiones acerca de todo, revelaciones que luego cristalizaban en sentencias francamente estúpidas una vez anotadas en su libro de sentencias y conclusiones.
Fue un niño cobrizo con turbante y túnica blanquísimos, probablemente el hijo de un millonario árabe, quién luego de descender de una limusina interminable, mirándolo a los ojos le dijo en perfecto inglés:
–Más vale que le tomes cariño al mango de las puertas. Será tu única mano amiga durante muchos años.
Los dioses parecían haber hablado a través de aquel niño: durante muchos años no hizo más que abrir puertas. Puertas carísimas que daban paso a cadáveres aún más caros y lujosos. En la rutina inalterable de aquellos años idénticos hubo un paréntesis: Sila, una de las muchachas del servicio de cuartos; una berlinesa menuda de origen turco con un hermoso rostro levantino que se plegaba graciosamente en el entrecejo sugiriendo ignotas pasiones sofrenadas quien sabe si por conminaciones del Profeta o por la estéril terquedad de lo cotidiano. Estaba casada con uno de sus colegas de portería lo cual le dio a aquella relación, desde el primer momento, un tono insano y tortuoso que ya nada pudo quitarle y que determinó que todos los encuentros íntimos de Heiko y Sila nacieran muertos. Hicieron un enorme esfuerzo para honrar la fuente del mutuo deseo y a la vez no lastimar a nadie. Hasta alquilaron una habitación a medias, bien lejos del trabajo y más lejos aún del círculo de relaciones de ambos, con el objeto de tener un lugar neutral y seguro donde encontrarse. Los lunes y los jueves, a la salida del trabajo, Heiko tomaba el metropolitano a Spandauer Damm, casi el final del recorrido, y se encerraba en aquel cuarto helado y lúgubre a esperarla llegar, a esperarla inútilmente porque jamás acudió a ninguna cita.
Meses después de haberse iniciado aquel prohibido vínculo, Heiko se animó a abordarla en un pasillo del hotel y a preguntarle porqué, porqué no iba, porqué seguía haciéndole llegar de cuando en cuando alguna esquela perfumada, tímidamente amorosa y, religiosamente mes a mes, la mitad del alquiler. Mirándose la punta de sus zapatos reglamentarios, con un hilo de voz y sin embargo con notable firmeza, Sila lo reprendió por no creer en ella, le dijo que por supuesto acudía, no había faltado ni siquiera una vez; que lo hacía puntualmente cada martes y viernes; que ante la doble imposibilidad de dejar de amarlo y de ser infiel había resuelto de esa manera un conflicto que, bien lo sabía, no tenía solución.
Sila se cuidaba muy bien de hacerle saber que seguía visitando el nido, ya fuera dejándole una flor, notitas escritas con jabón en el espejo o simplemente su perfume dulzón renovado en la almohada. Más de una vez estuvo a punto de traicionarla, de sorprenderla dejándose caer un martes o un viernes. Pero no se animó. Hubiera sido un inmerecido perjurio y, sobretodo, hubiera sido como arrancar de cuajo la única señal de vida verdadera en el planeta que el enorme astronauta habitaba esos días. Un lujo que no podía permitirse.
Hay una etapa típica de la pubertad en que el sujeto se esclaviza a una imagen de sí mismo conseguida por fortuna, como un mago que extrajera su conejo de un laberinto de espejos: a partir del momento en que la bella muchacha se fija en él, una máquina drogada de otredad comienza a rodar una película acerca de sí mismo, acerca de alguien parecido a su idea de sí mismo, mucho más interesante que el lento documental con que el sujeto aburre a sus pares, a los objetos constelares, a sus hojas de cuaderno y a las paredes de su cuarto. Una vez puesto en marcha, el film se proyecta en loop miles de días. Aquel aparente desencuentro, extendiéndose, desperezándose en el tiempo, le aseguraba a Heiko la continuidad de la saga y la supervivencia de ese extraño doble personaje: el objeto de amor de su querida y desconocida Sila y el Heiko que creía ser.
El noviazgo siguió, inalterable, perfecto, durante los siguientes siete años. Entretanto Sila fue madre de un varoncito. Heiko le hizo llegar una postal de la Puerta de Brandemburgo. La vista era perfecta: parecía tomada desde su trinchera en la vereda del Adlon. En aquella postal, con letra apretada y clara, además de felicitarla por la maternidad, se ofrecía a pagar el total del alquiler de la pieza. Sila aceptó. Al menos el sobre con su aporte dejó de llegar. Aquel detalle burocrático no modificó la relación ni ninguna otra cosa, salvo las finanzas del propio Heiko. Todas y cada una de las partículas de polvo que conformaban el presente -su capacidad de suscitarse tediosamente sobre si mismo- siguieron su curso con la contumacia tonta de la gravedad y la inimputable crueldad de siempre.

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